domingo, 6 de octubre de 2013

Contexto religioso






En el cultivo de las ciencias eclesiásticas durante los siglos XVII y XVIII, el primer plano lo ocupa la historia. La historia eclesiástica, la patrística, la arqueología y la liturgia alcanzaron el rango de disciplinas independientes. También en este campo el papel conductor correspondió a Francia. La congregación benedictina de San Mauro inició la famosa edición de los Santos Padres que aún hoy constituye la base de toda biblioteca dedicada a la teología científica. Son familiares a todos los investigadores los nombres de los grandes eruditos maurinos, d'Achéry († 1685), Ruinart († 1709), Martène († 1739), Montfaucon († 1741) y el mayor de todos, Mabillon († 1707). Contrajeron también grandes méritos en la crítica textual el jesuita Sirmond († 1651) y el seglar Enrique de Valois, llamado Valesius († 1676). Un valor perenne para la ciencia de la antigüedad cristiana poseen los trabajos de Tillemont († 1698). Dionisio Petau S. I. (Petavius, † 1652) es considerado el fundador de la historia de los dogmas.
En Bélgica surgió un instituto especial para el estudio de los textos hagiográficos, fundado por el jesuita Bollandus († 1665). El más importante de los «bolandistas» que siguieron fue Daniel Papebroch († 1714), que junto con Mabillon merece ser considerado como el verdadero fundador de la moderna crítica histórica.
Entre los historiadores eclesiásticos italianos merecen citarse el cisterciense Ughelli († 1670), el dominico Mamachi († 1792), que polemizó contra Febronio, el teatino cardenal Thomasius († 1713), importante como liturgista, y el incansable Muratori († 1750). El estudio de las catacumbas fue elevado a la condición de una ciencia especial por Bosio († 1629). Trabajaron además en Roma el historiador de la orden franciscana Lucas Wadding, irlandés († 1657), el converso Lucas Holstenius de Hamburgo († 1661 siendo bibliotecario de la Vaticana), y los hermanos Assemani, oriundos del Líbano († 1768 y 1782), que desarrollaron también en la Vaticana sus importantes estudios de orientalística. Pertenece asimismo al cuadro de los científicos que entonces trabajaban en Roma, el polígrafo Atanasio Kircher S.I., de Fulda, imposible de clasificar en ninguna categoría († 1680).
En conexión con la historia eclesiástica floreció también la historia del derecho. Las extensas complicaciones de Labbé († 1670), Hardouin († 1729) y Mansi († 1769) constituyen aún hoy la base para el estudio de los concilios. Brillaron también en la historia del derecho el oratoriano francés Thomassin († 1695) y el boloñés Próspero Lambertini († 1758, papa Benedicto XIV).
Caracteriza a la ciencia eclesiástica de la época barroca, como también a la profana, su índole erudita, el gozo en hallar y clasificar, más que la necesidad de exponer ideas capaces de abrir caminos nuevos. En este incansable recopilar y escudriñar, aun en los más abstrusos campos del saber, se manifiesta el optimismo del tiempo: la Iglesia nada tiene que temer del descubrimiento de la verdad, y la crítica más acerada de sus principios científicos no podrá nunca irrogarle daño alguno.
LOS PAPAS DE LA ÉPOCA BARROCA (1605-1799)
Los papas del siglo XVI, a partir de Paulo III, habían sido en su mayoría hombres eminentes, caracteres de una pieza, muy distintos unos de otros, pero casi todos hombres de acción que en pontificados generalmente breves supieron llevar a término grandes cosas. En el siglo XVI la voz del papa era siempre escuchada con respeto, en la Iglesia y fuera de ella. A esta edad de gigantes le sigue ahora una edad, no de enanos, pero sí de epígonos. Buena voluntad no les faltó; todos ellos eran sacerdotes excelentes, y entre ellos no hubo ningún Alejandro VI. Tampoco puede
decirse que fueran ciegos a los efectos y peligros propios de la época. Pero los gobiernos católicos habían sabido tejer a su alrededor una red tan tupida, que apenas les quedaba libertad para moverse. Entre los soberanos no había ya ningún Felipe II, que por mucho que diera que hacer a los papas con su caballeresca porfía, en el fondo perseguía los mismos objetivos que ellos. Los monarcas católicos de la última época barroca ya no querían aliarse con el papa para luchar por el advenimiento del reino de Dios, sino que sólo se preocupaban de humillarle, de hacerle sentir su impotencia. Resulta indignante para un católico sensible ver cómo estos reyes y sus ministros trataban al papa, como unos malos hijos que no pierden ocasión de recordar a su anciano padre que el mendrugo que come lo deben a su caridad, y que aún debe estar contento de que lo aguanten. Paulo V (1605-1621) fue un hombre piadoso y un inteligente gobernante del Estado Pontificio. Durante su pontificado la población de Roma pasó de las cien mil almas, cifra jamás alcanzada desde los tiempos antiguos. Terminó la nave principal de San Pedro, cuya fachada aún hoy ostenta su nombre en letras gigantescas. Siguiendo la mala costumbre de su tiempo, enriqueció tanto a su familia, los Borghese, que en lo sucesivo fue una de las más opulentas de Roma. Los historiadores lo recuerdan como fundador del Archivo Vaticano.
Con la república de Venecia tuvo Paulo V un grave conflicto a propósito de ciertos derechos eclesiásticos, que vino a ser un anticipo de las ofensas y violaciones intencionadas con que, en el curso de los siglos XVII y XVIII, gobiernos que pretendían ser católicos amargaron la vida de los papas. El motivo era trivial, pero la Señoría estaba decidida en llevar la cosa hasta el extremo. Con ayuda de su teólogo oficial, Paulo Sarpi, un hipócrita que presumía de su condición de sacerdote regular a pesar de que interiormente hacía tiempo que se había separado de la Iglesia, montó una sensacional campaña de panfletos a la que el papa respondió fulminando el entredicho contra todo el territorio de la república. Al final ésta cedió lo suficiente para que Paulo V pudiera al menos aceptar un compromiso honorable. Fue ésta la última vez que un papa hizo uso de la práctica medieval de poner en entredicho un territorio entero. El intento de Sarpi de hacer protestante a Venecia, fracasó.
Gregorio XV (1621-1623), llamado en el siglo Alejandro Ludovisi, fijó para las elecciones papales el reglamento que aún hoy está en uso. Fundó la congregación «De Propaganda Fide», el supremo organismo para las misiones, cuyo nombre se ha hecho famoso en todo el mundo. Por sus canonizaciones de san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, santa Teresa de Jesús y san Felipe Neri, vino en cierto modo a dar la definitiva consagración al gran siglo de la restauración católica.
Urbano VIII (1623-1644) cuidó también de enriquecer desmedidamente a su familia, la de los Barberini. En su pontificado llegó a
su apogeo el estilo barroco romano. Es la edad de Bernini y de Borromini. Bajo Urbano VIII tuvo efecto la primera condenación del jansenismo y el desdichado proceso contra Galileo. Hasta entonces los teólogos apenas habían hecho objeciones al sistema copernicano, que Galileo defendía. Sólo cuando la discusión empezó a afectar a la autoridad de la sagrada Escritura, en parte por culpa del propio Galileo, creyeron las autoridades eclesiásticas que había llegado el momento de intervenir. El proceso fue conducido por los jueces romanos de buena fe y en forma correcta, y Galileo se retractó. Pero en conjunto constituyó un mal paso, que en lo sucesivo suministró materia para toda clase de comentarios irónicos y malévolos contra la Iglesia; tuvo, sin embargo, un efecto saludable: el de servir de escarmiento para las autoridades eclesiásticas.
Inocencio X (1644-1655) contaba ya setenta años cuando fue elegido: era un carácter difícil, desconfiado e insoportable, pero inteligente. Sus rasgos son conocidos de todos los amantes del arte por el incomparable retrato que pintó Velázquez y que se exhibe en la Galería Doria. También él enriqueció desconsideradamente a su familia, los Pamfili, y permitió que su cuñada Olimpia Maidalchini ejerciera en su corte una influencia del todo impropia. De todos modos, rompió con la arraigada costumbre de nombrar secretario de estado a un nepote, designando para este cargo al eminente Fabio Chigi, hasta entonces nuncio en Alemania. Desde entonces, en el colegio cardenalicio, que anteriormente había estado dividido en partidos políticos dirigidos por los nepotes de los últimos pontífices, hubo un partido neutral y puramente eclesiástico, el llamado squadrone volante, que ejerció una saludable influencia sobre los conclaves siguientes. No se puede reprochar a Inocencio X que protestara contra la paz de Westfalia, que tantos perjuicios acarreó a la Iglesia. Bajo su pontificado prosiguió la espléndida floración del barroco romano. Aún hoy a la entrada de los me- jores edificios de la Ciudad Eterna puede verse el escudo con la paloma de los Pamfili. Bernini creó entonces su obra más famosa, la columnata de San Pedro.
Alejandro VII (1655-1667), Fabio Chigi, había sido secretario de estado de su predecesor. En su pontificado empezaron los rozamientos con Luis XIV, el cual ocupó Aviñón y envió tropas contra Roma. El tratado de Pisa (1664) puso fin al conflicto con un compromiso soportable. Causó una gran sensación en la sociedad romana la llegada de Cristina, reina de Suecia, hija de Gustavo Adolfo. Después de su abdicación en 1655 se había convertido al catolicismo y estableció en Roma su residencia. Alejandro VII y sus sucesores la trataron con refinada cortesía, a pesar de que no siempre era cómodo su trato; murió en 1689.
Después de Alejandro VII volvió a elegirse al anterior secretario de estado, Rospigliosi, con el nombre de Clemente IX, pero murió a los dos años de su elección. Su sucesor, Emilio Altieri, Clemente X (1670-1676)
tenía ya ochenta años al ser elegido. Una vez más se advirtió el funesto influjo de los gobiernos católicos, que veían muy a gusto que la sede de san Pedro estuviera ocupada por un anciano decrépito.
Inocencio XI (1676-1689) fue un papa notable, menos por sus dotes y su ciencia que por su carácter. Era un asceta, enemigo del mundo, concienzudo hasta la escrupulosidad, a veces extravagante en sus ideas, pero entregado por entero a sus deberes. A su familia, los Odescalchi, no les concedió nada, y aunque los gobiernos los abrumaron con títulos y rentas para ganarse el favor del papa, éste no les concedió la menor influencia. A los esfuerzos y al apoyo de este papa se debe en gran parte la liberación de Viena del asedio turco en 1683. Aún hoy lo recuerdan las banderas turcas colgadas en Santa María de la Victoria, que los agradecidos vencedores enviaron a Roma. Inocencio XI tuvo un grave conflicto con Luis XIV, quien con gran dolor del papa apoyaba a los turcos; la ocasión del conflicto era en sí trivial, pero degeneró en una demostración de fuerza entre el pontífice y el rey. Las numerosas embajadas extranjeras en Roma, al correr de los años, habían ido extendiendo sus derechos de extraterritorialidad a la totalidad de los barrios en que radicaban sus respectivos palacios, con lo que la mitad de la ciudad se había convertido en terreno prohibido para la policía romana. Inocencio XI, de acuerdo con los gobiernos, puso término a este abuso; sólo Luis XIV no quiso ceder, por razones de prestigio. El papa se negó a reconocer a su nuevo embajador, y como éste, siguiendo sus instrucciones, se portara del modo más insolente, lo excomulgó y puso en entredicho la iglesia nacional francesa. Luis XIV contestó encarcelando al nuncio en París, pero el papa no cejó. Al fin el rey tuvo que retirar su embajador y renunciar a la extraterritorialidad. Inocencio XI fue beatificado por el papa Pío XII el 7 de octubre de 1956.
El papa siguiente, Alejandro VIII (1689-1691), contaba casi ochenta años cuando su elección y murió muy pronto. También su sucesor, Inocencio XII (1691-1700) fue designado a los setenta y seis años. Obtuvo de Luis XIV la revocación de los artículos galicanos y dictó una constitución contra el nepotismo, con la que, al menos en principio, se puso fin a un abuso que tanto había perjudicado al prestigio de la Santa Sede. Durante el conclave estalló la guerra de sucesión española (1700-1713). El nuevo papa, Clemente XI (1700-1721), sólo a regañadientes aceptó el cargo, para cuyo desempeño no se sentía con fuerzas. En efecto, las riendas se le escaparon totalmente de las manos, y en los tratados de paz no se tuvo la menor consideración al papa ni a la Iglesia. Los siguientes pontificados de Inocencio XIII (1721-1724) y Benedicto XIII (1724-1730) han dejado muy pocos rastros en la historia. Benedicto XIII había sido un santo varón y un excelente obispo de Benevento, pero cuando fue elegido contaba ya setenta y cinco años y se dejó dominar totalmente por sus favoritos. Clemente XII (1730-1740) fue elegido a los setenta y ocho años; era,
además, ciego y tenía que guardar cama casi todo el tiempo. El papado parecía estar destinado a caer en el más profundo olvido.

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